EL DÍA EN QUE DIOS SE EQUIVOCÓ
Recuerdo a un padre de familia que, hablando de su hijo, un joven de veinte años, que había muerto en un accidente, decía: “Mi hijo era un joven responsable y buen cristiano. Era el orgullo de la familia. Todos los que lo conocían, decían que era un muchacho extraordinario y que tenía mucho futuro por delante. Por eso, no puedo comprender por qué tuvo que morir en un accidente absurdo, provocado por un chofer borracho, que invadió la acera por donde caminaba tranquilamente. ¿Por qué Dios se lo llevó? Creo que ese día Dios se equivocó”.
Muchas personas piensan de esta manera ante la muerte de sus seres queridos, ante los sufrimientos de tantos niños inocentes o ante tantos seres humanos maltratados, esclavizados o asesinados injustamente en el mundo. ¿Por qué Dios permite todo esto? ¿Es que Dios se ha olvidado de ellos o simplemente se equivocó? Lo peor es que mucha gente, al no poder comprender a Dios, no lo quiere perdonar, acusándolo de ser el “culpable” de todas sus desgracias o de las desgracias de su familia. Y, para vengarse, ya no quieren rezar ni ir a la iglesia, guardándole rencor en su corazón. ¿Es que acaso el “castigar” así a Dios lo hará cambiar su manera de actuar o de pensar? ¿Es que el deseo de darle su “merecido” y gozarse de una dulce “venganza” los dejaré dormir más tranquilos o arreglará las cosas?
Y Dios sigue callando y “sufriendo” la indiferencia y el rechazo de tantos hijos que no lo pueden comprender. Si ellos fueran Dios, entonces, harían las cosas de distinta manera. Pero dejemos a Dios ser Dios y no queramos imponerle nuestras opiniones. Dios sabe lo que hace y “todo lo permite por nuestro bien” (Rom 8,28), aunque no lo entendamos.
Dios ve la cosas desde el punto de vista de la eternidad y sabe que los pequeños sufrimientos de esta vida, nos proporcionarán una inmensa alegría y felicidad en el cielo, si sabemos aceptarlos sin rebelarnos contra Él. Además, nadie tiene derecho a vivir ni un instante más. Cada momento de vida es un regalo maravilloso, que no sabemos hasta cuándo durará. Por eso, debemos aprovecharlo al máximo y vivir con responsabilidad, pues Dios tiene contados todos nuestros días (Sal 39,5).
Dios no se goza con nuestros males y sufrimientos. Dios también “sufre” con nosotros. Solamente nos pide paciencia y amor. Al final de cuentas, nadie se “muere” de infarto ni de accidente ni de enfermedad o de injustas torturas o violencias ajenas…Todos mueren en el momento en que Dios los llama a cada uno y le dice: “Hijo mío, ha llegado tu hora, preséntame tus cuentas”. El medio para llamarnos puede ser un accidente o la violencia de un asesino, pero Dios controla todo y todo lo permite por nuestro bien. Después de la muerte, ya no habrá más dolor ni sufrimiento y todo será paz y felicidad. Vale la pena haber vivido y ser feliz después eternamente. Por eso, demos gracias a Dios por la vida y nunca nos rebelemos contra sus planes, sino procuremos vivir en plenitud cada instante de vida que Él nos conceda.
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